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COLUMNA

El valor de Leñero

Christopher Domínguez Michael

(14 diciembre 2014) .-00:00 hrs

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Apenas el año pasado, al festejarle sus 80 años, escribí sobre las virtudes humanas de Vicente Leñero, mismas que han sido repetidas, con "la voz adolorida", por los muchos que lo quisieron, a lo largo de la semana que comenzó con su muerte, el 3 de diciembre.

Fue, para decirlo a la antigua, un verdadero caballero cristiano. No perfecto, porque hizo de la autocrítica una cotidiana limpieza moral, pero sí verdadero porque tuvo fe, tuvo esperanza y tuvo caridad. Cosas suyas y de su religión ma non troppo pues siendo su generación la del Concilio Vaticano II, al modernizar el cristianismo, católicos como Leñero creyeron estar humanizando la vida de los otros. Lo hicieron, por su vocación ecuménica (y, de hecho, el Papa Francisco es el tardío papa que ese concilio necesitaba para encarnar) y también abrieron puertas que mejor habría sido dejar cerradas, como aquella por la cual cruzaron tantos católicos desde el Opus Dei o el jesuitismo ultramontano hasta la guerrilla marxista-leninista, sin pasar por la democracia, con la consecuencia de que aquellos católicos de Pedro el Ermitaño cambiaron de nombre, pero no de ermita.

Al novelista lo leí y lo critiqué. Dije que al ser un católico ajeno a la crisis de conciencia a sus novelas les faltaba ese remoto, pero incómodo olor a azufre que salpimienta las de Mauriac, Bernanos, Green. Nunca me entusiasmó Los albañiles (1963), una muestra de realismo eficaz que fue saludable para nuestra narrativa. Creo que lo más interesante vino después, cuando el narrador experimental se encontró con el católico conciliar: novelas como Estudio Q, Redil de ovejas y El garabato e incluso una pieza fallida como Pueblo rechazado (1969), sobre el experimento psicoanalítico de Lemercier entre los monjes de Cuernavaca, viniendo de un católico, significaba una renovación doblemente bienvenida. Más tarde aparecieron sus dos obras maestras de la novela sin ficción Los periodistas (1978), que relató el asalto a Excélsior que al presidente Echeverría le salió al revés: queriendo dispersar una tribuna disidente, provocó una diáspora entre cuya gente se sigue haciendo el periodismo independiente en el país, y Asesinato (1985), más meritoria que a Sangre fría, de Capote, porque no es lo mismo reconstruir un crimen en Estados Unidos que en las eternas tinieblas de México.

Finalmente, a Leñero le alcanzó el tiempo para escribir una sorprendente e insólita novela, La gota de agua (1984), que no puede dejar de leerse aunque su tema sea, adrede, baladí: lo ocurrido cuando una familia de clase media se queda sin agua potable. Como si Leñero, con aquel libro, arrojase una ironía contra la inmóvil y morosa nueva novela francesa de su juventud.

Una virtud que a Leñero nunca dejaré de agradecer, por su rareza, es la estima que tenía por el trabajo de los críticos. De él, cada vez que escribí sobre sus libros recibía yo una tarjeta dándome efusivamente las gracias, aunque mis comentarios fuesen con frecuencia negativos, convencido como estaba de que una buena literatura nacional sólo lo es si cuenta con críticos que al ser respetados, se respeten a sí mismos. Igual pensaba y procedía Juan García Ponce, lo cual es simpático porque uno y otro, el autor de Crónica de la intervención y el de El evangelio de Lucas Gavilán, se caían muy mal. Aunque debe decirse, otra vez a favor de Vicente, que en la entrevista que le hice para Letras Libres confesó lo que pocos se atreven a confesar: que su propia inquina contra la llamada Mafia, en los años 60, venía de su envidia y su resentimiento, la del católico provinciano deseoso de ser escritor contra los sofisticados y pedantes mafiosos, jeunes amateurs enceguecidos por las luminarias, muy lejos de la ingeniería y de Guadalajara, la profesión de origen y la tierra nativa de Leñero.

De su obra, me quedaría con dos de sus dramas históricos, El juicio (1972) y El martirio de Morelos (1983). El género judiciario casaba naturalmente con el talento de Leñero: lo alejaba de las certezas de la religión y lo acercaba a la volatilidad de la conciencia. Si la primera es una pieza sobre el fanatismo religioso (del que se acusa a León Toral y a la madre Conchita habiendo atentado contra el presidente reelecto Álvaro Obregón), la segunda -partiendo de documentos históricos del Santo Oficio disponibles desde el siglo XIX, pero que nadie quería ver- presenta a un Morelos desesperado delatando a sus compañeros de gesta, más contrito que atrito, temeroso de arder en el infierno, dudando si su rebelión fue tan justa como lo creyó. Hizo mutis Leñero, dijo Luis de Tavira, uno de sus directores preferidos, recordando que ésa es la epifanía del teatro: la ausencia del personaje. Queda la obra, sin duda, sólo superada por el valor de la persona de Vicente Leñero, en varios de los sentidos de la palabra: valentía, pero también riqueza moral, peso del hombre sobre la tierra.