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Columna

Sade entre nosotros

Christopher Domínguez Michael

(04 enero 2015) .-00:00 hrs

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El pasado 2 de diciembre de 2014 se cumplieron 200 años de la muerte del marqués de Sade, quien, pese al expreso mandato de su testamento, fue enterrado según el ritual de la religión que abominó. Durante todo el siglo pasado, admirar a Sade (o aún detestarlo dándole una importancia suprema) fue una sofisticada nota de distinción para toda la intelectualidad francesa, y no sólo ella pues entre sus críticos más agudos estuvieron también Octavio Paz (Un más allá erótico: Sade, 1994) y Pier Paolo Pasolini, quien no sólo adaptó al cine, con su Salò o los 120 días de Sodoma de Sade (publicado póstumamente en 1904), sino quizá fue asesinado, poco después, como una secuela de su propia película. Se conoce poco en español al Pasolini crítico literario y cultural visible a través de Salò (1975), muestra de su profunda y antigua desconfianza ante el marqués, a quien consideraba no sólo un pobrísimo prosista (mecánico y repetitivo: lo mismo pensaba Mario Praz), sino como al visionario del totalitarismo. Por ello, en Salò, reúne el director italiano a cuatro rufianes de la decadente República fascista para realizar sus propios 120 días de Sodoma, no otra cosa que la tortura sin fin y en cualquiera de las variedades imaginables, de un grupo de jóvenes de ambos sexos. Con motivo de la fastuosa exhibición dedicada a Sade en el museo d'Orsay de París, el llamado divino marqués ha sido una vez más llamado a juicio. El filósofo, radical y popular, Michel Onfray (La passion de la méchanceté. Sur un prétendu divin marquis, 2014), que recalienta escándalos cada dos o tres años, tras haber querido liquidar a Freud, ahora se pregunta antes se lo hicieron, con diversos grados de severidad Adorno, Camus y el último Foucault cómo es posible que aquel señorito feudal de horca y cuchillo autor de no pocas fechorías criminales y quien imaginó sólo lo que los verdugos de Auschwitz, Kampuchea, la Lubianka o la Escuela Mecánica de la Armada, se atrevieron a llevar a cabo sin necesidad de leerlo, haya sido considerado por algunas estrellas de la literatura francesa hasta como un filósofo de la libertad.

Para orientarme (yo mismo fui lector frecuente de Sade en la juventud: sucesivamente me excitó, me aburrió y me indignó sin dejar nunca de asombrarme que alguien como él hubiese existido), leí un útil compendio, el de Éric Marty, Pourquoi le XXe siècle a-t-il pris Sade au sérieux(2001). Allí nos enteramos de cómo Sade pasó de ser una curiosidad pornográfica a convertirse maestro de los Bataille, los Klossowski y los Blanchot, que lo consideraron el verdadero secuaz de la Ilustración, un espíritu revolucionario que había desafiado, como nadie antes que él, a la moral judeocristiana. Con sus matices, este trío convirtió la prisión de Sade (el marqués estaba en la cárcel de La Bastilla cuando fue tomada en julio de 1789, pero tardó todavía unos meses en ser liberado) en una metáfora del Antiguo Régimen y a Sade, en un Prometeo libertino rompiendo las cadenas de la propia aristocracia sacrificada.

Otros fueron más desconfiados ante la sadomanía, como el Dr. Lacan que, aunque le dedicó, como era él, páginas aberrantes y otras muy agudas, nunca dejó de verlo, psiquiatra al fin, como un caso clínico. Foucault, al radicalizarse en los años setenta, cambió de opinión y su Sade, de maniquí de los sexs-shops, se convirtió en un epítome de la vigilancia y el castigo; Simone de Beauvoir trató de ser justa y no pasar ante el marqués como una mojigata (siempre lo fue un poquito), y Deleuze fracasó al enfrentarlo a la figura muy menor y demasiado pequeñoburguesa de Sacher-Masoch. Barthes ganó el campeonato de frivolidades al proclamar que las heroínas de Sade en realidad eran sólo figurantes neutras que, como cualquier modelo de las fotografías, podían representar cualquier cosa. Si no significaba nada lo que escribió Sade, le replicaron a Barthes, era posible afirmar que los panfletos antisemitas de Céline, por ejemplo, bien podían pasar como meros ejercicios de estilo. Me parece que, de no haber sido precozmente atropellado en 1980, el buen Barthes hubiera renunciado a ese banal nihilismo metodológico.

La bibliografía es infinita y no puede ser de otra manera. Sade de izquierda y Sade de derecha, totalitario y liberador, el más grande escritor de la lengua francesa o el más procaz de sus vulgarizadores, apasionante y monótono... La exposición, llamada "Attaquer le soleil" y curada por Annie Le Brun, la gran experta en D.A.F. Sade, no deja ninguna duda de lo serio del asunto, del influjo, escandaloso y adictivo, dejado por el marques nacido el 2 de junio de 1740, en casi todo el arte romántico y moderno. Contra Sade o por Sade se baten, ya, los siglos: lo vivido por aquel réprobo y aquello que escribió ese monstruo etimológico a nadie deja indiferente, ni siquiera si adoptamos la sabia decisión de André Breton, de confinarlo, al marqués, en su risueña antología del humor negro.