REVISTA R

Escalera al cielo

La mudanza de la tierra

Christopher Domínguez Michael

(20 junio 2015) .-00:00 hrs

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De los ensayistas mexicanos contemporáneos, entre los más vivaces está Salvador Gallardo Cabrera (1963), hijo del poeta estridentista Salvador Gallardo Dávalos (1883-1981), ambos hidrocálidos, uno por nacimiento, otro por elección.

La mudanza de los poderes. De la sociedad disciplinaria a la sociedad de control (Aldus, 2012), de Gallardo Cabrera, es también "futurista" como lo habrán sido algunos poemas de su padre. Ese futuro, para decirlo a la manera de ciertos anuncios comerciales cuando la televisión era joven, ya llegó, según el hijo, quien perfila en su libro a Ernst Jünger, Michel Foucault, William Burroughs, Paul Virilio y Gilles Deleuze, como profetas de nuestro presente líquido, para citar a alguno de ellos.

Jünger, el hombre que casi vivió en tres siglos, es uno de los prosistas por cuyo clasicismo es difícil no poner las manos en el fuego. Su obra alimentó al nazismo al grado que la gratitud de Hitler con el aristocrático ideólogo pudo más que la amistad, casi complicidad, del escritor con los conspiradores de 1944. Más allá de "la movilización total" y otros conceptos de la revolución conservadora de los años treinta, no me parece que sea un buen profeta para el siglo XXI. Comparte con nosotros el horror de un tiempo sin historia y el fonóforo, "soñado por Jünger en Heliópolis (1949), es la anticipación del teléfono móvil celular", como dice Gallardo Cabrera.

Pero la altivez jüngeriana, aparte de anticipar "máquinas, técnicas y dispositivos", lo obligó a imaginar distopías universales muy distintas a las que supuestamente padecemos. No imagino una conversación muy interesante entre Jünger y Giorgio Agamben -un ausente, acaso por ser nuestro contemporáneo, en La mudanza de los poderes- pues si al alemán no le interesaron como fenómeno, al menos, los campos de concentración del régimen nazi que respaldó, aunque de mala gana con su silencio, la antigua aldea global macluhaniana transformado en un Auschwitz sin cerca de púas donde se controla a cada cual gracias a que trae un iPhone en la mano, le habría parecido vulgar.

Olvidar a Foucault es imposible. A diferencia de Deleuze -pensador sugerente de prosa abominable-, Foucault fue un escritor de estirpe clásica (como la entienden los franceses) aunque su teoría del poder y de la violencia no llegó, por fortuna, a ser una verdadera teoría, sino una gama inquietante de observaciones brillantes o necias que casi cualquier bando puede utilizar a su favor. Su insistencia, con todo, de que vivimos en una sociedad micrototalitaria impone un reto formidable a quienes, como yo, formamos parte "de la redundancia democrática-liberal" que Gallardo Cabrera desprecia.

Ese reto crece si se trata de Deleuze, sobre todo del último, el más decadente y barroco, el de El Anti-Edipo (1972), pues aquel francés que escribía al alimón con Félix Guattari, poseía verdaderos dones visionarios. Pocos como él imaginaron con tanta precisión el mundo de hoy, su horizontalidad y la letal disminución kafkiana de las dimensiones del poder y ello ocurrió como la consecuencia natural del desarrollo de su filosofía. Pero para llegar al corazón deleuziano hay que podar tanta vegetación rizomática que uno se pregunta por qué demonios Deleuze no escogió modelar ese libro con las demostraciones geométricas de su amado Spinoza.

Vegetación contaminante o en mala hora viral, como diría Burrouhgs, que contamina. En la medida de que en La mudanza de los poderes se glosa a Deleuze, la prosa del autor se va volviendo sosa y anémica; se extraña la dulzura de un libro anterior (Sobre la tierra no hay medida, 2008), dedicado a las islas, los desiertos de arena o hielo y al mar, que es frente a La mudanza de los poderes, el Antiguo Testamento de Gallardo Cabrera. De todos sus profetas, creo que sólo Paul Virilio ocupa un lugar central en nuestra actualidad, gracias a que él, salvo algún atisbo de Flaubert, entendió que es la velocidad la que nos ha convertido, si es que lo somos, en posmodernos.

Termino con Burroughs. Fui un testarudo lector de ciencia-ficción durante la adolescencia y cuando me gradué en Burroughs, más interesado (yo) en los yonkis que en las supernovas, la abandoné. Sí, tenía sus poderes proféticos el viejo Bill. Pero Salvador Gallardo Cabrera olvida que la paranoia del novelista de Missouri mana de Thoreau, del más rancio aislacionismo angloamericano y de su pasión por la teoría de la conspiración. Obsesionada estuvo después Angloamérica por el inevitable gobierno mundial y su lavado de cerebros, fantasía que la Guerra Fría mistificó. Pero el siglo XX acabó sin la llegada de los ovnis y sin la dominación soviética del universo, con las obsoletas libertades liberales festejadas en todo el orbe. Pero La mudanza de los poderes, de Salvador Gallardo Cabrera, nos recuerda que todo está, fatalmente, bajo control.