CULTURA

Pega violencia a investigación

Silvia Isabel Gámez

(20 julio 2015) .-00:00 hrs

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A la arqueóloga Baudelina García Uranga la "levantaron" dos jóvenes con metralleta cuando se dirigía al Municipio de Chalchihuites, en Zacatecas, a hacer trabajo de campo. Fueron horas de insultos, golpes, amenazas, con el rostro cubierto, sin poder ver qué sucedía.

Era septiembre de 2012, pasadas las 14:00 horas. Conducía una camioneta nueva del INAH, sin logotipos. Recuerda haber visto unas placas de Jalisco, el olor a mota y cerveza, el miedo constante. Y que quienes la secuestraron preguntaban por "los chapos".

García Uranga fue la primera que "tiraron" de un grupo de nueve tripulantes de cinco vehículos robados. "Era su cuota", cuenta. "Cinco camionetas, de preferencia blancas". Debía ser medianoche cuando los bajaron en una zona semidesértica, descalzos, agotados y sedientos.

El asalto la dejó sin dinero y, cuando volvió a trabajar, tuvo que pedir prestado. "Me dijeron que el seguro era de 8 mil pesos, y todo se había gastado en el hospital", señaló la arqueologa del Centro y INAH-Zacatecas, con 35 años en la institución. 

Durante dos años y medio recibió tratamiento sicológico. Ahora, cuando la mandan a una comisión, toma precauciones. "Ya no manejo vehículos oficiales ni tampoco viajo sola. Y hago salidas cortas".

El arqueólogo Jerimy Cunningham acostumbra conducir cada año desde Canadá hasta Chihuahua con el equipo necesario para su temporada de campo. Pero la mayoría de los estudiantes de las Universidades de Lethbridge y de Calgary que lo acompañan toman un avión a la capital del estado.

"Así evitan cualquier lugar cercano a Ciudad Juárez", precisa Cunningham.

El profesor de la University of Lethbridge, en Alberta, recuerda que cuando comenzó a trabajar en Chihuahua, en 1992, llegaron unos hombres armados preguntando si habían encontrado el oro de Pancho Villa. "Pero cuando vieron que sólo había restos de cerámica, se aburrieron y se fueron". 

Ya para 2010, refiere, un equipo de investigadores que exploraba el Valle de Santa María supo que un grupo de narco iría de fiesta el fin de semana a una comunidad de la zona; para prevenir riesgos, se trasladaron esos días al Valle de Santa Clara, donde Cunningham trabajaba, y regresaron, sin incidentes, el lunes siguiente.

Un año antes, una serie de asesinatos "de alto perfil", junto con el brote de la epidemia de influenza H1N1, obligaron a posponer la temporada de campo, cuenta Cunningham. Desde entonces, dice, muchas universidades estadounidenses prohíben a sus estudiantes viajar a Chihuahua porque lo consideran peligroso.

"Hace apenas unas semanas recibí un correo electrónico de un colega estadounidense que trabaja en Casas Grandes este verano, donde me preguntaba si tenía estudiantes canadienses que pudieran unirse a su proyecto, porque en su universidad no le permitían llevar a sus alumnos".

Cunningham lamenta que la narcoviolencia haya restringido la investigación en sitios de la Sierra Madre Occidental. Hay uno, al norte de Madera y cercano a la Laguna de Babícora, que le gustaría explorar. El arqueólogo canadiense ha optado por trabajar en áreas más seguras de Namiquipa y establecer medidas de protección como nunca viajar después de que oscurece ni acudir a bares o fiestas por las noches.

"Selecciono para investigar sitios arqueológicos que están en terrenos privados, a los que no es fácil acceder desde la autopista, para asegurarnos de no ser un blanco al azar de la violencia", explica. "Una de las mejores estrategias para que sepan quiénes somos es hacer presentaciones públicas y recibir a grupos escolares locales".

El coordinador de Arqueología del INAH, Pedro Sánchez Nava, reconoce que existen "focos rojos" en el País, zonas sin explorar a causa de la violencia: la costa de Michoacán, la zona de la Huasteca, la región de la Montaña en Guerrero. "Son áreas susceptibles de investigación que ahora están en suspenso".

Cuenta que este año retiró al arqueólogo responsable en Ixcateopan por razones de seguridad. Hace un par de meses, cuando visitó la zona, pernoctaron en Taxco por consejo de los custodios. Sánchez Nava debía recorrer Guerrero en 2014 para su proyecto de arqueoastronomía, pero debido a la inseguridad optó por suspender la temporada de campo.

"Por sobre todo está la integridad de los colegas. Tienen la instrucción de que, ante una amenaza, se retiren, o si saben de antemano que una zona es conflictiva, mejor no entren. Ya habrá otro momento para hacer la investigación".

Hasta ahora, subraya el funcionario, no han recibido reportes de incidentes de ninguna de las 187 zonas arqueológicas abiertas al público. "Son seguras y operan con normalidad".

Es en regiones remotas, en brechas o caminos rurales, donde pueden ubicarse los "otros grupos", señala refiriéndose a los narcotraficantes. Se llegan a dar casos, dice, donde los propietarios de las tierras establecen fechas de acceso para que los investigadores no acudan en época de cosecha.

"De plano les dicen: 'Entre abril y julio ni te pares por aquí. Después de noviembre, puedes entrar'. Hasta que se inicia otra vez el 'ciclo agrícola'".

A su escritorio llegan reportes lo mismo de amenazas en El Tajín y Castillo de Teayo, en Veracruz, que intentos por convencer al director de una zona arqueológica de Jalisco, con la pistola sobre la mesa, de colaborar con el crimen organizado. Sucedió también, refiere, que un matrimonio de arqueólogos de la Huasteca adelantó su jubilación, debido a que el cártel local le advirtió sobre la presencia de grupos enemigos.

"Pero no es el común denominador", asegura. "Son casos aislados, localizados".

En el INAH no existe un registro de los investigadores ni de los proyectos afectados por la violencia, advierte el antropólogo Bolfy Cottom. Es por eso que se carece de estadísticas.

"Se tienen referencias, pero no un banco de datos", explica el especialista en legislación cultural. "Un registro implicaría que institucionalmente hubiera un espacio con información específica, con los proyectos que se han suspendido, los motivos, y quiénes estaban a cargo, y eso no se ha hecho".

Un asunto urgente en el INAH, considera Cottom, es la elaboración de protocolos de seguridad donde se establezcan principios generales sobre qué hacer en cada circunstancia de riesgo.

"Lo que hay hasta ahora son medidas de protección como: 'ponga usted las manos sobre el volante y entregue todo', pero estos señores no funcionan así", dice la arqueóloga Baudelina García Uranga. "Hace falta crear protocolos".

Sánchez Nava reconoce que sólo existen normas generalizadas como nunca viajar solos y mantenerse en permanente comunicación. "Aún no hemos discernido si es mejor ir en camionetas con o sin logotipo", explica. "Acudimos también con las autoridades locales, ejidales o comunales para dejar claro cuál es nuestro trabajo".

***

Fue a finales de 2013 cuando el politólogo Carlos Antonio Flores Pérez elaboró un documento que circula en el CIESAS sobre los riesgos del trabajo de campo y en archivos. En el escrito de ocho páginas advierte a los investigadores sobre los peligros de trabajar temas sensibles como el tráfico de personas, la guerra sucia y la corrupción institucional, o acudir en busca de información a zonas de conflicto o con altos índices de inseguridad.

Flores Pérez establece indicadores de alerta y propone medidas de protección como identificarse siempre como académico, prever a quién podría molestar una investigación y estar atento a su reacción, no provocar a los poderes fácticos locales, manejarse con prudencia y no tomar a la ligera ninguna amenaza.

"Incluimos en el documento una serie de apreciaciones", indica. "Para algunas personas son consejos muy básicos, pero para otras no tanto, depende de qué tan acostumbrado esté alguien a tomar precauciones".

El académico del CIESAS, autor de Historias de polvo y sangre. Génesis y evolución del tráfico de drogas en el estado de Tamaulipas, donde evidencia la red de corrupción política que generó el narcotráfico en los años 40, considera que no existen en ese estado las condiciones para hacer este tipo de investigación. Flores Pérez se basó en documentos gubernamentales del Archivo General de la Nación y en fuentes hemerográficas.

"En un lugar pequeño es más fácil ser detectado y que existan represalias directas", explica.

 "En Tamaulipas, los políticos que han controlado la entidad forman un núcleo bastante compacto, que controla los actores sociales, los medios, y es muy difícil no ser descubierto".

La inseguridad genera vacíos de información que resultan dañinos, advierte Flores Pérez, porque en lugar de un análisis basado en datos objetivos, persisten los prejuicios. "Es una situación grave, lamentable, que está limitando la reflexión social y el diagnóstico de la situación en las comunidades".

Las investigaciones que son interrumpidas por la violencia a menudo no se retoman. Sobran ejemplos. El arqueólogo Joel Santos Ramírez no pudo concluir hace una década el registro de las misiones jesuitas en Sinaloa porque la delincuencia le impidió entrar a la sierra de San Ignacio, mientras que su colega José Luis Punzo tuvo que suspender en 2010 una investigación de cuatro años en la Cueva del Maguey, en la sierra de Durango, después de recibir amenazas directas.

En un caso que sucedió en Guerrero, recuerda Flores Pérez, antropólogos que estudiaban a la policía comunitaria se vieron obligados a salir del lugar, y ahora temen tanto regresar como publicar su trabajo, porque podrían dejar vulnerables a sus fuentes.

"Depende del arqueólogo que se retome un proyecto", precisa Sánchez Nava. "La normatividad establece que la autorización dura doce meses, en ese tiempo puede reprogramar sus salidas, o decidir suspenderlo. Hay compañeros que prefieren orientar sus investigaciones a otra área o espacio".

Lo mismo sucede con los hallazgos que son reportados. Hace un par de años, cuenta Santos Ramírez, les informaron de unas casas acantilado cerca del Ejido California, también en San Ignacio. Fueron, tomaron fotografías, pero después de que la comunidad fue atacada por sicarios y las familias abandonaron el lugar, ya no pudieron regresar a hacer un registro más detallado.

"En mi caso, como director del proyecto de investigación en Las Labradas, tenemos la zona arqueológica operando y no hay mucho problema porque forma parte de la zona turística de Mazatlán, que está a 50 kilómetros".

Recuerda que en 2009, cuando la zona no obtenía aún la declaratoria federal, los turistas que llegaban a Las Labradas eran asaltados por jóvenes del poblado vecino de La Chicayota. "La situación continuó hasta que el grupo (de narcotraficantes) que controlaba la plaza eliminó al cabecilla de los delincuentes. Lo ejecutaron y lo dejaron en el camino; el resto de la banda huyó y a la fecha es un lugar muy tranquilo. Estos grupos tienen mayor control que las propias autoridades, que están rebasadas".

Municipios sinaloenses como Choix y Badiraguato continúan siendo peligrosos. Si los arqueólogos necesitan acudir en respuesta a una denuncia de saqueo o para hacer algún recorrido, se aseguran de tener antes el permiso de la autoridad local.

"Aquí en Sinaloa nos queda claro que si no te metes con nadie, y explicas por qué vas, no te pasará nada", afirma Santos Ramírez. "Depende también de la época del año. En la temporada de cosecha no se puede pasar; las personas tienen temor porque cualquier presencia ajena puede generar una reacción".

Punzo, quien actualmente trabaja en Michoacán, cuenta que se mueven con precaución: viajan en vehículos oficiales, con credenciales del INAH y ropa que los identifica como miembros de la institución.

"Tenemos proyectos en zonas complicadas, como la Tierra Caliente", indica. "Uno puede ir y hacer ciertas tareas. El problema surge cuando son proyectos a largo plazo, o si buscando un sitio arqueológico uno llega de manera accidental a lugares donde hay plantíos ilícitos".

Durante las temporadas de campo en la Cueva del Maguey, recuerda, los arqueólogos comían y dormían en las rancherías cercanas. El problema fue que llegaron grupos del crimen organizado procedentes de otros lugares. Les enviaron notas amenazantes hasta que decidieron salir del sitio de casas acantilado.

"En esos casos no se puede trabajar porque ya no es posible generar un vínculo con la comunidad, que te apoya y protege, porque también están siendo amenazados".

Santos Ramírez reconoce que en la sierra de Sinaloa hay sitios de pintura rupestre y casas acantilado que no han sido explorados, debido a que en esos lugares de difícil acceso se corre un mayor riesgo. "Nadie se va a meter allá. Por eso, también son regiones que permanecen sin ningún tipo de afectación al patrimonio".

Lo que preocupa en estos días al arqueólogo hidalguense, quien desde hace 13 años radica en Sinaloa, es la presencia de grupos armados en las carreteras, reportada por los ingenieros a cargo del gasoducto que se construye en el estado, con quienes el INAH realiza labores de salvamento arqueológico. "Incluso los han detenido y les han preguntado qué están haciendo ahí. Se está volviendo algo muy común".

Punzo cuenta que han recorrido y hecho excavaciones en lugares como Huetamo, Chavinda, Sahuayo y Tingambato, sin que hayan tenido percances, pero está consciente de que el riesgo existe. "Somos sumamente vulnerables, eso es un hecho. Es terrible decirlo, pero uno se acostumbra a vivir y trabajar de esta manera".