Javier Duarte es la rutina de la corrupción llevada hasta el delirio, decía Héctor Aguilar Camín hace unos días. Un monstruo ordinario. Lo único que lo separa de otros sátrapas locales es la dimensión de su locura, la magnitud de su torpeza. Las reglas de nuestro federalismo están hechas para la arbitrariedad: disponer fortunas sin rendir cuentas. Duarte siguió la norma para llevarla a su extremo. Se ha dicho muchas veces: el fin del viejo centralismo no dio origen a un equilibrado régimen federal, sino a la proliferación de autoritarismos regionales. Las autonomías se estrenaron despóticamente. Dejaron de rendirle cuentas al centro, es cierto. Pero no encontraron, en su entorno, límites firmes. Surgieron así autocracias locales que hicieron y deshicieron a su antojo. Fueron bautizadas por un caudal de recursos. Los estados nunca habían tenido tantos recursos como los que recibió de la segunda bonanza petrolera. La dilapidación de esa abundancia es uno de los crímenes económicos más graves que ha sufrido el país.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.