Cuánta falta hace un ensayo de Tony Judt sobre la descomposición europea. Sería valiosísima su voz en este momento porque el europeísta se percataba bien del hueco político del proyecto. Creía, desde luego, en ese espacio que recogía ideales de libertad y de cohesión y que superaba las taras del nacionalismo. Sabía también que era un espejismo. Una ambiciosa apuesta liberal que no aquilataba las exigencias de la legitimidad. Quitar aduanas e impuestos, despreocuparse por la representatividad. Adorar los éxitos económicos de la Unión como si éstos lo fueran todo. Un mercado sin símbolo. Recuerdo un artículo de Regis Debray a finales de los noventa, al tocar los primeros billetes del euro. En los dibujos de esos papeles podían verse ventanas, puentes, columnas, arcos. Detrás, el mapa de Europa. La impersonalidad de la ingeniería y de la geografía. En esos papeles no estaba Bach, ni Newton, ni Shakespeare, ni Montaigne, ni Leonardo. Billetes que no cuentan ninguna historia, que no retratan ningún sueño. El emblema del mayor logro económico de Europa retrata su máximo vacío. Una moneda común sin una pasión común.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.