OPINIÓN

La estupidez y la traición

Jesús Silva-Herzog Márquez EN REFORMA

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La historia del poder en México está plagada de abusos y excesos, de trampas y de crímenes, de costosísimas obsesiones y de apuestas absurdas. Podemos hacer un abultado catálogo de frivolidades y de cegueras, de arbitrariedades y fatídicas negligencias. No es difícil encontrar ejemplos del atropello, del engaño, de la ineptitud, de la perversidad, incluso. Pero no creo que pueda encontrarse, en la larga historia de la política mexicana, una decisión más estúpida que la invitación que el presidente Peña Nieto hizo a Donald Trump la semana pasada. A cada cosa, su nombre. Esto fue, y no merece otro calificativo, una estupidez gigantesca. La palabra no es insulto, es identificación de los efectos de un acto. En un ensayo memorable, Carlo M. Cipolla capturó la esencia de esa torpeza. El estúpido no es un tonto, no es un ignorante, decía. Lo que caracteriza a un estúpido es su capacidad para causar daño a otros, provocándoselo simultáneamente a sí mismo. Ser estúpido es dañar a otros sin ganar con ello ningún beneficio. Por eso aseguraba el economista italiano que era mucho más nocivo un estúpido que un malvado. El malvado, a fin de cuentas, saca algún beneficio. El estúpido, en cambio, solo multiplica el daño a su paso.