La cárcel habría de ser el lugar que registra el imperio irresistible del Estado. En la arquitectura de los castigos habría de mostrarse la plenitud de su monopolio. Al Estado corresponde ejercer un control absoluto y minucioso sobre lo que sucede entre los muros de una penitenciaría. Si afuera la privacidad otorga un permiso para el escondite y para el secreto, dentro de la prisión el poder estatal se impone implacable. El crimen fuera de la cárcel es entendible por la audacia del delincuente o la distracción de la autoridad. Dentro de la cárcel, el delito no puede ser más que producto de la traición del poder público. Los túneles de una cárcel absurdamente llamada de "alta seguridad" son metáfora de un Estado carcomido por la corrupción. A ella y a nadie más se debe la segunda fuga del criminal más temido en el país. La prisión, en manos de los criminales y a su servicio.
Estudió Derecho en la UNAM y Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Es profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Ha publicado El antiguo régimen y la transición en México y La idiotez de lo perfecto. De sus columnas en la sección cultural de Reforma han aparecido dos cuadernos de Andar y ver.