OPINIÓN

La prohibición de los cuchillos

Jorge Volpi EN REFORMA

Icono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redes
Imaginemos otro México. Se trata, en apariencia, de una sociedad idéntica a la nuestra. Mismos problemas: desigualdad, desempleo, impunidad, corrupción. De pronto, un consejero del Presidente valorado por sus grandes ideas constata en una encuesta del Instituto de Estadística un dato extravagante -y, a sus ojos, gravísimo-: en los últimos años ha aumentado el número de personas adictas al cutting, una práctica de la que hasta el momento no había escuchado. Al parecer, ciertos sujetos, y en particular algunas adolescentes, son afectas a cortarse la piel de brazos y muslos. Nuestro consejero se precipita entonces a un informe que explica sus causas y pronto comprende que se halla frente a un problema de salud pública. ¿Cómo un país civilizado puede permitir que sus jóvenes se lastimen? Tras un lobbying pertinaz, convence al Congreso de aprobar un Decreto por el que se prohíbe la venta y uso de cuchillos, navajas, facas y cualquier arma punzocortante que pueda ser utilizada contra uno mismo. ¡Brillante!, piensa el consejero, sin reparar en que el mismo día en que la ley entra en vigor se pone en marcha una red subterránea de vendedores de cuchillos, los cuales no tardan en dividir al país en "plazas" controladas por sus distintos capos. No pasa ni un año antes de que estos grupos criminales comiencen a aniquilarse unos a otros y, de paso, a quienes se interponen en su camino. Semejante estallido de violencia no desanima a nuestro consejero, cuyo equipo de trabajo compila entonces una lista de productos que pueden resultar dañinos para la salud o la integridad de los ciudadanos. El índice comienza con las bebidas -alcohol, refrescos, jugos, agua carbonatada-, prosigue con los alimentos -fritangas y antojitos, grasas saturadas, azúcares, carbohidratos: la mitad de la canasta básica- y finaliza con los instrumentos caseros capaces de ser usados por una persona para hacerse daño. Terminada la tarea, el consejero convence ahora al Congreso de realizar una amplia consulta nacional, en la que intervendrán los mayores expertos del globo, a fin de determinar los riesgos a la salud de cada producto. En los medios de comunicación y en las redes sociales el debate se enciende cuando miles de activistas intentan demostrar los peligros del chocolate, las engrapadoras y las nueces, amparados en doctos estudios de Yale y Montpellier, frente a otros miles que sostienen lo contrario a partir de no menos sabios estudios de Harvard y la Sorbona. Poco a poco el país se divide en clubes en defensa de la mostaza o en contra de los cortaúñas. ¿Cómo saber quién tiene razón, qué análisis es más imparcial o más profundo, si en verdad el tocino o el vinagre, los clavos o los celulares son nocivos? Resulta claro, con esta cruda analogía, que la cuestión de legalizar o no las drogas no debe responder a una disputa bizantina en torno a sus efectos en nuestra salud. Aunque sepamos que hacen daño, ha quedado demostrado -piénsese en los Estados Unidos de los veinte- que prohibirlas es la peor estrategia posible. Desde entonces, a nadie se le ha ocurrido prohibir de nuevo el alcohol pese a que resulte mucho más peligroso que otras drogas, así como nadie aboga tampoco por prohibir los refrescos o las gorditas o el tabaco. Lo mejor que se puede hacer es reglamentar su consumo y hacer lo imposible por evitarlo entre los menores. Si el planteamiento de los abogados de la despenalización de la marihuana ante la Suprema Corte fue tan brillante, lo mismo que el proyecto del ministro Zaldívar, es porque desvió el enfoque hacia el lado correcto: el Estado no debe determinar unilateralmente lo que cada ciudadano puede o no hacer con (o contra) su cuerpo. Se trata de un derecho humano elemental. Así como no se puede castigar a quien se corte o se golpee, o a quien intente suicidarse, resulta tan demencial como hipócrita castigar a quien se droga. Las consecuencias de la prohibición total -cientos de miles de muertos y desaparecidos en una guerra absurda, la riqueza de las bandas de traficantes y la corrupción que ésta conlleva- son mucho más dañinas para la sociedad que permitir que cada mayor de edad haga consigo mismo lo que se le antoje. El debate, pues, no debe centrarse en dilucidar el carácter dañino o no de la marihuana u otras sustancias, sino en la necesidad de legalizar todas las drogas -dejando de tratar a los adultos como incapaces- y de poner en marcha una adecuada reglamentación para la producción y el consumo de cada una.