OPINIÓN

A las doce en punto

Isabel Turrent EN REFORMA

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En casa de mis abuelos cantábamos al ritmo de las últimas campanadas del reloj que anunciaba las doce del 31 de diciembre: "Una limosna para este pobre viejo que ha dejado hijos, que ha dejado hijos, para el año nuevo". Había que tirar al viejo por la ventana. No siempre había ese viejo año de trapo, y no recuerdo que lo hayamos tirado nunca por el balcón. Pero todos cantábamos y nos abrazábamos con la certeza de que las doce anunciaban una etapa mejor. Certeza que parecía cumplirse inmediatamente porque podíamos abandonar el plato de (detestable) crema de espárragos que abría el menú de año nuevo y hacernos un hueco en la larga -y muy divertida- mesa de los adultos que discutían interminablemente sobre política y futbol. Esa certeza empezaba a trastabillar en la mañana cuando, lagañosos y desvelados, teníamos que aceptar, frente al desayuno de siempre, que nada había cambiado.