OPINIÓN

Anacrónica

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

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"Anoche se metió un hombre a mi casa". Eso le contó la señorita Himenia a su vecina. "¡Cómo es posible! -se alarmó ella-. ¿Y pidió auxilio?". Contestó la madura célibe: "Quiso pedirlo, pero le tapé la boca"... Usurino Matatías, el tipo más avaro en la comarca, les dijo a su esposa y a sus hijos: "Voy a dormir la siesta. Vean la tele, pero no la enciendan hasta que yo despierte"... Un tipo le preguntó a su amigo: "¿Por qué estás tan triste?". Respondió con aflicción el otro: "Mi esposa me dijo que sólo haremos el amor dos veces en el mes, porque ha dejado de gustarle el sexo". "Pues eres afortunado -replicó el tal amigo-. A mí me tiene limitado a una sola vez"... El cliente le reclamó con enojo a la muchacha de la panadería: "Compré ayer una bolsa de repostería, y en unas cuantas horas se endureció". "Le daré otra" -ofreció la muchacha. Subió a una escalera para bajar la bolsa. Don Vetulito, bondadoso anciano, vio lo que la chica dejó ver en la subida. Le preguntó ella desde lo alto: "¿También a usted le pasó lo mismo?". "No -respondió con voz feble el provecto señor-. Pero estoy empezando a sentir cosquillitas"... Batallé mucho para desaprender algunas cosas que aprendí en la escuela. Por ejemplo, en el colegio católico al que fui de niño me inculcaron la idea de que los protestantes eran gente mala. No debíamos tratar con ellos so riesgo de merecer condenación eterna. Uno de nuestros profesores nos enseñó a modo de travesura, pero con intención aviesa, a recitar aquello de "Aleluya, aleluya, cada quien agarre la suya". En mi ciudad, Saltillo, los protestantes -no les decíamos evangélicos- vivían todos en la colonia González, una especie de gueto apartado del resto de la población, pues ningún propietario se atrevía a venderles una de sus fincas, y no había casero que les alquilara vivienda, ni siquiera el Tantán, llamado así por la puntualidad con que acudía a cobrar sus rentas. Los niños católicos pensábamos que nos ganaríamos el Cielo si no pisábamos la banqueta de un templo protestante, y que mereceríamos un sitio al lado del Altísimo si escupíamos la acera de los heresiarcas. Mi madre, que no hacía demasiado aprecio de los señores curas, desafió las convenciones y le dio trabajo en la casa a una muchachita protestante. Era una buena chica, humilde, laboriosa, honrada, que en los momentos que le dejaba libre su trabajo leía la Biblia y cantaba con voz quedita los himnos de su iglesia. A mí me quería mucho. Yo, niño, me preguntaba: "¿Por qué el padre Quiñones dice que los protestantes son muy malos, si Raquelito es tan buena?". Fue ésa una de las primeras dudas religiosas que me ayudaron a escapar del fanatismo y de la intolerancia. Una extraña forma de intolerante fanatismo patriotero, nacionalista y xenófobo se está implantando entre nosotros. Me refiero a la idea de retirar la estatua de Colón del Paseo de la Reforma en la Ciudad de México, y a la petición al Vaticano de que pida disculpas por los agravios cometidos por la Iglesia contra la población indígena de lo que es ahora nuestro país. Quienes urdieron esa pretensión parecen ignorar que en su visita a Bolivia, hace cinco años, Francisco pidió perdón por los crímenes cometidos contra los pueblos aborígenes durante la Conquista. Así, la demanda presentada al Pontífice hace unos días peca de anacrónica en más de un sentido. Debemos ser más cuidadosos en nuestro trato con el mundo civilizado... El novio de Dulcibella le dijo lleno de emoción: "¡Te veo y palpito!". Replicó ella indignada: "¿Ya vas a empezar con tus peladeces?". (No le entendí)... FIN.