OPINIÓN

El historiador

Guadalupe Loaeza EN REFORMA

4 MIN 30 SEG

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Gracias a tu padre te conocí a finales de 1982, en las oficinas del UnoMásUno. Entonces eras un adolescente de 14 años: tímido, introvertido y con una evidente actitud de rebeldía, no obstante, me pareciste "la buena onda". Eras el hijo mayor de un periodista cuya columna "Plaza Pública" era de las más leídas y prestigiadas en todo el país. Eras altísimo en comparación a tus hermanos, Tomás y Rosario Inés, quienes ese día me observaban de reojo, como preguntándose de dónde diablos había yo salido. Con el tiempo los tres se fueron acostumbrando a mi presencia y yo a la suya. Seguido íbamos a comer tacos, con tu padre, a Coyoacán. Me gustaba escucharte discutir con él acerca de política, literatura, pero sobre todo de historia. Te confieso que me sorprendían tus intervenciones y conocimientos siempre inteligentes, y salpicados de un humor muy ingenioso y original. Como escribió de ti, Mauricio Tenorio: "No se tomaba en serio; ese era su problema y su gran virtud, pero era un historiador y pensador de ideas originales, un armador de rompecabezas, de imágenes históricas, de las que todos teníamos las piezas pero no acertábamos a darles forma". Ya desde muy joven, Luis Fernando, eras sumamente original con tu eterna gabardina negra que te llegaba hasta por debajo de las rodillas, tu bufanda gris y tu eterno mechón de pelo muy negro y lacio, el cual ocultaba una pequeña mancha rojiza muy semejante a la que tenía Gorbachov. A pesar de tu aparente seguridad, percibía en ti un dejo de tristeza y soledad. Había algo que te incomodaba por no entender del todo por qué no "te hallabas", como dice la canción de El Personal, parecía que todo te valía "madres...". De allí que tu padre me comentaba preocupado que andabas medio deprimidón y tristón por lo que te pasabas largas tardes recostado en el césped de los parques. Tal vez para entenderte mejor, buscaste algunas respuestas en la literatura, leías de todo, pero sobre todo, te volviste un vehemente apasionado de la obra literaria de José Saramago, del autor de Ensayo sobre la ceguera, sabías todo. Recuerdo algunas cenas en que Tomás y tú no dejaban de hablar de Raimundo Silva, el revisor de pruebas encargado de corregir un libro titulado: Historia del cerco de Lisboa. Los dos se morían de risa, se arrebataban las palabras, para enseguida hablar sobre el movimiento Dada, el grupo de artistas de la Primera Guerra Mundial, cuya característica consistía en rebelarse en contra de las convenciones literarias. De sus conversaciones aprendía siempre algo nuevo, como por ejemplo, aquellas pláticas inolvidables con las que nos aleccionabas en las terrazas de los cafés de París, cuando fuimos a celebrar el Bicentenario de la Revolución. Todos los días escribías una crónica de lo sucedido en 1789. Una vez que tenías tu texto terminado, buscábamos, a la hora que fuera, un café internet, para mandarla y se publicara en La Jornada. De esos pequeños ensayos, escritos con la ayuda de Tomás, se publicó en 1990 tu primera obra: Amanecer: La Revolución Francesa, entonces nada más tenías 22 años. Con tu humor tan característico te burlabas de los "gabachos", pero al mismo tiempo, disfrutabas del buen vino francés y de los "bistrots".