OPINIÓN

Plaza de almas

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

Icono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redes
Por aquellos días, Armando, yo estaba incurriendo en adulterio. Concubitus cum conjuge aliena, si mal no recuerdo mis latines. Te cuento esto sin orgullo, pero tampoco sin pena. Conoces a tu tío Felipe, quiero decir que me conoces, y sabes por lo tanto que en los relatos que te hago de mi vida no hay jactancias ni remordimientos, cosas las dos muy deleznables. Tampoco hay numeralia, como se dice ahora, incorrectamente, cuando se trata de contabilizar los datos. Lo único que tengo son historias, las más de ellas vulgares igual que la mayoría de las historias personales. En la clase de Biología, en secundaria, aprendimos que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Tal es la vida. Tal es también la muerte. A eso se reduce todo. Entre los cuatro capítulos -no hay otros- puedes intercalar algunos incidentes pasajeros, como la batalla de Waterloo, la Revolución de Octubre o la Segunda Guerra, pero en el fondo la historia de cada hombre, llámese Napoleón, Lenin o Hitler o llámese Perico de los Palotes o Juan de las Cuerdas, se reducirá a esos cuatro apartados. Ahora que estamos platicando por teléfono, pues vis a vis no podemos hacerlo por causa del confinamiento, me será más difícil explicarte cómo fue que entré en relación adulterina con aquella señora que tenía marido. En mi abono, o más o menos, te diré que yo no tenía mujer. Desde luego eso no disminuye mi culpabilidad, pero al menos aquí hubo un solo cónyuge ofendido, y no dos. Haré corta la narración, por más que la clausura invita a hacerla larga. El ofendido cónyuge era mi cercano amigo. Él ofendió a su mujer metiéndose con una cercana amiga de ella. Su esposa decidió vengarse, y me escogió como instrumento del talión. Ojo por ojo, cama por cama. Además el tal amigo me había hecho una trastada, y aquel desquite me venía como anillo al dedo, con perdón del plagio. La vendetta no fue una sola vez; se repitió bastantes veces. La venganza es dulce, dicen, y tanto a la señora como a mí nos gustaba ese sabor, junto con otros que acompañaban a la vindicación. Sucedió que uno de aquellos días sentí de pronto un dolor intensísimo en el pecho. Pensé que era un infarto, y como pude manejé hasta el hospital. Me internaron en Urgencias; creí que iba a morir. En ese momento, Armando, hice una solemnísima promesa: si salía vivo de ahí no volvería a ver a la esposa de mi amigo. Renunciaría a aquel amor pecaminoso; tornaría al buen camino; me portaría bien. Y resulta que no me morí, según datos fehacientes. Lo que tenía no era un infarto: era un principio de esofagitis que fácilmente se podía tratar. Dejé el hospital la misma tarde. Y ¿sabes qué hice aquella noche? Volví a acostarme con la esposa de mi amigo. Y lo hice -lo hicimos- en su misma cama, aprovechando que él andaba de viaje. Pasado el susto me instalé otra vez gozosamente en el pecado. No es que la carne sea débil, sobrino -en aquel tiempo la mía era muy fuerte-; el espíritu es el que claudica. ¿A qué viene todo esto? A que me preguntaste al principio de nuestra conversación qué cambio se operará en nosotros, en nuestra vida, después de que termine la epidemia y salgamos del encierro. ¿De veras quieres que te diga qué cambio habrá? Ninguno. Óyelo bien: ninguno. Seguiremos siendo los mismos que hemos sido siempre. ¿Veremos la vida en diferente forma? No. ¿Seremos mejores? Tampoco. ¿Surgirá en nosotros un nuevo espíritu de solidaridad social? Pamplinas. Lo que ha pasado ¿nos dejará alguna lección? Ninguna. Todo esto lo olvidaremos pronto. Todo volverá a ser igual. No me taches de pesimista. Acúsame en todo caso de realista. Y ahora déjame seguir contándote lo de aquella mujer... FIN.