OPINIÓN

Los fantasmas de Trintignant

Guadalupe Loaeza EN REFORMA

4 MIN 00 SEG

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Tuvieron que pasar 91 largos años para que Jean-Louis Trintignant pudiera por fin despedirse de sus fantasmas, los mismos que venía padeciendo desde una infancia atormentada, confusa y muy ambigua. Su madre lo vestía de niña hasta los siete años. A esa misma edad, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, vio a su mamá con la cabeza rapada, por haber tenido relaciones sexuales con alemanes. "¿Por qué lo permitiste?", le reprochó su padre al regreso de la guerra. "Era todavía un niño sin autoridad, además, mi madre nunca hubiera dejado de ver a Gunther", confesó el actor en una de sus tantas entrevistas. Cuánta culpa ha de haber sentido aquel niño que adoraba a su padre y a quien veía como un héroe de la Resistencia. "Mis padres siempre vivieron juntos pero entre ellos se instaló un odio que nunca he visto en mi vida. Se detestaban". En medio de ese absoluto desamor, soledad y culpabilidad, creció uno de los mejores actores franceses del siglo XX, Jean-Louis Trintignant, con 133 películas: Oso de Plata, un César al mejor actor y premio del Cine Europeo al mejor actor. Su infancia, más su participación de la guerra de Argelia, lo hicieron aún más tímido, más obsesivo por mantener un bajo perfil en el medio artístico y conservar una distancia importante hacia los demás. No obstante su aparente hostilidad, era un hombre sumamente generoso, amoroso y un gran seductor: bastara con que sonriera y mirara con esa ternura que descubrimos por ejemplo en muchas escenas de la película Un homme, et une femme (Un hombre y una mujer) o Dios creó a la mujer, para caer totalmente a sus pies.