OPINIÓN

Plaza de almas

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

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Hay dos misterios que no se pueden descifrar, Armando. Uno es el del universo, el otro el de la mujer. Y aun creo que el primero será aclarado alguna vez; el otro nunca. Decir que la mujer es un misterio constituye uno de los estereotipos más estereotipados que hay, pero eso no quita que tal afirmación sea verdadera. ¿Sabes por qué es difícil entender a las mujeres? Porque son las representantes de la vida, y la vida es imposible de entender. Hasta la más sencilla mujer es complicada. Ése es otro lugar común, pero también es cierto. Podrás desentrañar el poema de Parménides o las teorías de Hawking, pero nunca comprenderás lo que Juanita la del 12 piensa o siente. Cuando yo tenía tu edad, sobrino, pensaba que entendía a las mujeres. Ahora sé que en ese abecedario jamás pasé de la a. Te pondré un ejemplo. Una noche tomé en mis brazos a una chica. Estábamos en mi automóvil. La sentí temblar como una tórtola en las manos de su cazador. Eso me conmovió bastante: supuse que la muchacha tenía miedo de lo que iba a suceder. Y no sucedió nada. Respeté su temor y la llevé a su casa. Ahora sé que temblaba de deseo, y que habría preferido que la llevara al asiento trasero del coche. Seguramente me llamó pendejo, tal como todavía me lo llamo yo cuando recuerdo ese penoso episodio de mi vida. A muchas mujeres he tratado, Armando, vanidad aparte, y puedo decirte que cada una ha sido un enigma como aquellos que la Esfinge proponía a los caminantes para devorarlos. A todas las amé -quizá alguna me amó- pero a ninguna comprendí. Fui libro abierto para ellas, y todas fueron, sin contar la carne, libro cerrado para mí. A fin de ilustrar lo que te digo permíteme contarte lo de Estela. Nunca me habría atrevido a poner los ojos en esa mujer. Era casada, y en aquel tiempo (el de mi primera juventud) yo rehuía el trato con mujeres maridadas, no por escrúpulos de moralina, sino por instinto de conservación. Después aprendí a vencer el tal instinto, único que he vencido a lo largo de la vida, y el hecho de que una mujer fuera casada dejó de ser tabú y se convirtió en imán. Cosas oscuras de la naturaleza humana. O de mi naturaleza. Aun así la condición civil de Estela no era el mayor inconveniente para intentar tenerla. Lo que me detuvo más fue su belleza. Tenía precioso rostro y cuerpo apetecible. Su voz era una música: cuando hablaba las aves suspendían su canto para oírla. Esto no es mío, Armando. Ha de ser de Amado Nervo. No la busqué; pensé que era demasiada mujer para mí. Fue ella la que me buscó. ¿Te imaginarás mi asombro? Era como si una estrella buscara a un gusano. Esto tampoco es mío. Ha de ser de Díaz Mirón. No pasó mucho tiempo sin que estuviéramos en la cama. Y la cama, sobrino, es muy democratizadora. Ahí son iguales lady Chatterley y el criado. Y ahí fuimos iguales aquella hermosísima señora y yo. ¡Ah, tan iguales! Ella olvidaba a su marido y yo también. Hacíamos el amor con la pasión que siente el cuerpo cuando no lo estorba el alma. Aquel paraíso no duró mucho. Ningún paraíso dura mucho. El estorbo llegó en la forma de unos ejercicios espirituales a los que ella asistió invitada por una amiga suya de no sé qué asociación piadosa. De ahí salió cargando la pesada carga del arrepentimiento. En la siguiente cita que tuvimos ya no me permitió que la tocara. Me dijo que yo me interponía entre ella y el Cielo. Se molestó cuando le respondí en tono burlón -estaba resentido- con una frase de comedia: "Lejos de mí tan temeraria idea". Y así terminó todo: con una frase de comedia. No es lo único, Armando, que en la vida de tu tío Felipe, o sea yo, ha terminado con una frase de comedia... FIN.