OPINIÓN

Indigentes

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN REFORMA

3 MIN 30 SEG

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No entendí el cuento que abre hoy el telón de esta columna. Me dicen, sin embargo, que es de color subido, motivo por el cual sugiero a las personas con repulgos de moral que no lo lean... Sucedió que don Maturio, señor de muchos calendarios, viajó a la ciudad donde sus nietos estudiaban, pues meses ya llevaba de no verlos. Tomó un autobús en el cual iba también un grupo de bellísimas muchachas que formaban parte de una porra deportiva. Vestían minúsculos atuendos, tanto que por abajo se veía hasta arriba y por arriba se veía hasta abajo. La brevísima faldita dejaba al descubierto los estupendos muslos de las jóvenes, en tanto que de la abierta blusa escapaba casi la turgencia de sus erguidos bustos. Añoso señor era don Maturio, ya lo dije, pero eso no había apagado en él ciertos ardores, de modo que la vista de aquellos encantos no velados provocó en él una conmoción que tenía ya casi olvidada. Cuando llegó a la casa de sus nietos le preguntó el mayor: "¿Te viniste en el autobús, abuelo?". "Sí, hijo -contestó don Maturio algo apenado-. Pero lo disimulé haciendo como que tenía un acceso de asma". (No le entendí)... Ya conocemos a Capronio. Es un hombre ruin y desconsiderado. En plática de amigos comentó: "Mi suegra tiene un gran parecido con Frankenstein. De no ser por el bigote sería su vivo retrato". Acotó uno de los amigos: "Frankenstein no tiene bigote". "Pero mi suegra sí" -manifestó Capronio... Un cierto maestro mío andaba siempre a la cuarta pregunta. Ya no se usan galanas expresiones que antes eran adorno de la elocución, de modo que considero necesario decir que andar a la cuarta pregunta significa no tener dinero. La frase proviene del interrogatorio a que el cura sometía al novio que iba a desposar a una muchacha de su parroquia. Después de preguntarle sus generales, y si era católico y soltero, le hacía la cuarta pregunta: si disponía de los medios económicos para mantener un hogar, esposa e hijos. En este momento me viene a la memoria, y a las telas del corazón, la querida figura de un maestro mío de quien mucho aprendí acerca de filosofía, difícil asignatura, pero sobre todo acerca de la vida, asignatura más difícil todavía. Único sostén de su madre y de dos hermanas aireaditas -así se decía de quienes tenían anublada la razón-, andaba siempre a la cuarta pregunta. Me decía mi profesor: "Vamos al café, Catón querido. Pero ando inargento e impecune, de modo que me veo en la penosa precisión de gravitar sobre tu presupuesto". Elegante y púdica manera de decir que yo sería quien pagaría la cuenta. Con gran gusto lo hacía, pues en una hora de charla con él aprendía yo más cosas que en un semestre de universidad. Toda esta recordación me sirve para narrar la historia de dos indigentes que andaban siempre así, a la cuarta pregunta. Pasaron frente al escaparate de un restorán de lujo que mostraba en el aparador las viandas que ofrecía a su clientela. Las vio uno de los menesterosos y le dijo a su compañero: "Voy a imaginar que estoy comiendo la pechuga de ese pavo al horno, y luego un trozo grande de esa pierna de cerdo, y después una docena de esas ostras, y finalmente, como postre, una buena porción de esas fresas con crema". Imaginando todo eso estaba el astroso individuo cuando pasó por ahí una guapa chica de exuberantes formas y ondulante andar. El pordiosero que había imaginado aquel banquete la siguió con la vista, concentrado. De pronto lo acometió un espasmo que lo hizo caer al suelo sacudido por fuertes convulsiones. Pasado el accidente lo ayudó a ponerse en pie su compañero, y le dijo: "¿Lo ve, compadre? Eso le pasa por follar después de comer"... FIN.